Francisco era un niño que nació en la ciudad de México, pero a él le gustaba decir que nació en Juchitán, en la costa de Oaxaca, donde vivía su familia y donde descubrió el mundo que quedaría plasmado en su obra, como uno de los artistas más reconocidos de México.
Porque, sí, Francisco era un niño que le gustaba más dibujar, ver a los animales y volar papalotes que estudiar. Quizá había algo maravilloso en la naturaleza que lo llevaba a querer plasmar sus colores, texturas y sensaciones en un papel. Papel que luego podía elevarse en el cielo cual papalote, que es una palabra náhuatl que significa “mariposa”.
A los 12 años, Francisco empezó la secundaria en la ciudad de Oaxaca, pero como sus padres sabían que prefería dibujar también entró al taller de grabado de Arturo García Bustos, donde aprendió algunas técnicas que serían importantes en su trayectoria. También estudió en una Escuela de Bellas Artes que tenía pocos años abierta.
Francisco cuenta que alguna vez visitó la escuela el artista Rufino Tamayo para conocer cómo eran sus clases y los alumnos le contaron que hacían copias en yeso de figuras griegas para conocer sus proporciones, lo cual sorprendió al pintor mexicano.
“¿Qué ustedes no ven alrededor de ustedes?”, les dijo Tamayo. “Nosotros no correspondemos a esas medidas. Somos bajos de estatura, cabezones, brazos cortos, ¿qué cosa están aprendiendo?”.
Esto fue, para Francisco y muchos de sus compañeros, un abrir los ojos que les cambió la vida. Volvió a mirar sus raíces para encontrar en ella los temas que habría de abordar a lo largo de su obra. Desde entonces, Juchitán, su naturaleza y sus animales no dejarían de estar presentes en sus pinturas, esculturas y dibujos.
El joven raro de la pensión
Pero ese camino todavía sería largo por recorrer. Sus padres lo enviaron a estudiar a la ciudad de México con la intención de que se convirtiera “en el próximo Benito Juárez”. Pero al joven Francisco no le interesaban las leyes. Quería pasarse el tiempo dibujando. Tampoco le atraía la política ni las catedrales: prefería las galerías de arte y los museos.
Pronto, un famoso galerista se enteró de que en una pensión había un joven muy raro, que comía de acuerdo al color de la comida y se la pasaba dibujando en su habitación. A los 19 años, Francisco consiguió su primera exposición en la galería de Antonio Souza.
El joven no tardó en llegar a París, la ciudad famosa por ser la gran capital de las artes. Ahí pudo maravillarse con obras clásicas y modernas y estudiar a grandes maestros de la plástica en sus museos. Pero eso no influyó en su obra. Francisco nunca olvidó la lección de Tamayo, quien lo obligó a mirar hacia la raíz para encontrar su propio trazo.
Los animales al vuelo
Pero tampoco dejó de jugar. Cuando ya era un artista famoso en todo el mundo siguió haciendo papalotes, como aquel niño que corría descalzo y sin camisa por las calles de Juchitán. Les dibujaba los mismos cocodrilos, grillos, sapos, changos que pueblan su obra, como si fueran animales fantásticos que mágicamente podían extender sus alas y alzar el vuelo.
Pero también los usó como herramienta para exigir justicia, como cuando puso las fotos de estudiantes desaparecidos en sus papalotes, para no olvidar que aún hay sucesos dolorosos que necesitan respuesta en nuestra sociedad.
La obra de Toledo es local y, al mismo tiempo, universal. Se nutre de lo que ha visto en libros y viajes, pero, sobre todo, de lo observado en su entorno. Explora su vida familiar, las tradiciones, los cuentos y leyendas zapotecas de Juchitán, la herencia prehispánica, el arte popular y las costumbres de las comunidades.
Francisco murió en 2019, a los 79 años. Pero detrás de aquél hombre de barba cana y pelo largo -como si fuera un sabio profeta- siempre vivió un niño sin camisa fascinado con los sapos, los grillos y las mariposas. Que nunca dejó de jugar ni de volar papalotes en el cielo que lo vio crecer.