Siempre que viajaba a la zona desierto de Coahuila me cuestionaban mucho en el retén militar de Cuatrociénegas.
Sentía que estaban rebasando el cuestionamiento de seguridad al personal, pero ¿cómo dejarle de responder a un soldado? Me preguntaban lo obvio: mi nombre y a qué me dedicaba. Siempre trataba de ser lo más concreta posible y pensé que respondiendo “promotor cultural” sería suficiente para no ahondar en detalles. Porque pensaba que si decía “cuentacuentos” creerían que estaba bromeando o algo así. La pregunta siguiente sería: “¿Y qué es eso?”. Y bueno, ya les tenía que decir que contaba cuentos.
En ese momento siempre se reían un poco y me pedían que abriera la cajuela – ya lo sé, es de no creerse-. Y seguían haciendo preguntas personales que no me causaban gracia.
Un día aburrida de estos cuestionarios le pedí a mi abuelo que vive en Sacramento (dos pueblos antes) que me acompañara, tal vez así dejarían sus interrogatorios a un lado.
Llegamos al retén y lo mismo: siguieron con sus preguntas sin chiste. Pero está vez decidí que ya sería suficiente y ahora iría la mía.
Ya de regreso de Ocampo, otra vez me pararon, y la misma historia. Pero ahora el soldado dijo: “Ah, ¿cuenta cuentos como el de Caperucita?
Yo le dije: “No, unos más padres”.
“Ah, ¿cómo cuales? A ver, cuénteme uno”.
Entonces una sonrisa de venganza floreció desde mi pecho, como una tuna que ve por primera vez el sol.
El hombre estaba parado frente a mi con sus manos firmes sobre el arma, yo parada afuera de mi carro.
“Bueno, con una mano vamos a hacer forma de pez”, le dije, y mi pez se quedó suspendido en el espacio del desierto esperando a que el soldado hiciera lo mismo.
El hombre me miró.
“Necesito que usted también haga la forma de pez con su mano”, le dije.
Su mano tosca imitó a la mía y con la otra sostuvo el arma.
“Ahora, este es un pez, un pez, un pez”, lo hacía mientras ondulaba mi mano en el aire. “Tu también”, le dije. Él hizo torpemente el movimiento.
“Ahora, con la otra mano, vamos a hacer con el dedo pulgar un piquito, porque este es un tiburón, tiburón, tiburón”.
“Nooo, ¿como voy a hacer eso? ¿Luego como voy a agarrar el arma?”
“Ah, pues yo no sé, usted quería un cuento”.
Entonces con una sonrisa infantil soltó el arma, dejándola solo sujeta con la correa y tratando de hacer un tiburón con la otra mano. No podía porque su mano estaba habituada a la fuerza y no a hacer tiburones imaginarios.
Sus compañeros observaban de lejos al verlo desarmado y sin entender lo que pasaba.
Ya que ambos estábamos con el pez y el tiburón listo, continuamos con la historia:
Este era un pez, un pez, un pez
Este era un tiburón, tiburón, tiburón
(Atento hay que perseguirlo en la misma dirección)
Este era un pez, un pez, un pez
Este era un tiburón, tiburón, tiburón
Y el hombre seguía cuidadosamente la ruta del pez y hacia la pausa necesaria.
Este era un pez, un pez, un pez
Este era un tiburón, tiburón, tiburón, grrrr (sonido de mordisco)
¡Mmmmm que rico pez! ¿Quieres que te lo cuente otra vez?
La mordida inesperada del tiburón sorprendió con una risa al soldado y sus compañeros de fondo soltaron la carcajada que se alargó con el viento del desierto.
“¡N’ombre, usted ya me chamaqueó!”, me dijo el soldado, apenado.
“¿Ya me puedo ir?”, le contesté gustosa.
“Sí, ya, que le vaya bien”.
Mi abuelo, medio vió la historia desde adentro del carro, pero no entendió bien qué había pasado. “¿Pues qué le hiciste al soldado, muchacha?”. me dijo.
“¡Quería que le contara un cuento!”
Y nos fuimos riendo todo el camino, yo creo que hasta pasando Lamadrid.